Pompeya

Los papeles se amontonan en el escritorio. La casa está un poco vacía. Los estantes, que estaban llenos de los libros que me regaló , ahora los uso para coleccionar  trofeos de atletismo de los cuales no soy ganadora. Afuera el viento tira, anuncia  y se arrepiente, quiere llover pero no puede. A veces me siento un poco así. En la mañana me levanto y miro las noticias que me retuercen el estómago, todos los días de la semana. Escucho cómo el dólar sube y baja, a cuántos kilómetros iba el coche que volcó en la ruta 11,  cuánto aumentan los pasajes de colectivos que opaca mis ganas de viajar.
Paso mis días como si no supiera dónde poner mis pies, ni mis manos. El balcón se ensució y no tengo ganas de barrerlo, porque me recuerda a las tardes que pasábamos tocando la guitarra ahí. No quiero tirar las cartas que me regalaste, todavía no. Cocino, mientras escucho la radio, aunque pasen música repetitiva. Las mismas canciones todos los días. Mi cabeza está en las nubes, volando mucho, por el cielo.
-Creo que no puedo más.
Evito, todo el tiempo, que los cuadros se tuerzan. Voy, los acomodo cada vez que veo que se corrieron algunos centímetros. Me miro a los ojos, qué pequeña, qué dulce, mi foto en los años 2000. Hay tanto silencio que quisiera tener un perro, un gato, un loro, no sé. Pero recuerdo que no me gustan los animales, y que no puedo hacerme responsable ni de una planta. Me odio. Un poco. Voy a trabajar. Vuelvo en el 125, lleno de gente, bastante cansada.
-Perdón.
Tocan el timbre. Voy. Abro. Es el vecino, es muy lindo. Me pide prestada la llave inglesa, tiene que reparar algo, ni retuve cuál era el problema que me dijo que tenía. Sus ojos son lindos, yo estoy tan sola, en casa.
-Realmente me hacés bien.
Otra vez me detengo a escuchar el viento, suena en las ventanas como si fuese parte de una orquesta bien desafinada. Me gusta sentirme en casa. Apago las luces del comedor, para qué gastar tanta energía. Voy a mi pieza, me tiro en la cama. Miro el techo. ¿Qué tenía que hacer? Cierto, tengo que leer los apuntes de la facultad pero con el trabajo no pude si quiera avanzar. Ya son las siete de la tarde, hora en la que todo oscurece.
-Pero no sé lo que quiero.
Busco "Crónicas Marcianas". Quiero concentrarme, pero antes busco un señalador. Entre esos libros viejos, encuentro su foto, la que nos habíamos sacado en la costanera. Qué dolor de cabeza. Vuelvo a mi lectura, agradezco a Ray Bradbury por sus palabras, pero aún así no les encuentro sentido porque me nublo en los pensamientos. La procrastinación se hace dueña de mí, siempre se lo permito. Voy de nuevo hacia la cocina para buscar el chocolate que dejé olvidado.
-No, no estuve con nadie.
Como el dulce y escucho el incesante ruido de la calle. No me puedo escapar. Porque me absorbe la sensación. Tu nombre, el que me parecía tan melodioso hoy me atormenta. Me duele, en cada uno de sus morfemas. Me empujo al dolor  del que quiero escapar, así, todos los días. Te recuerdo, y me duele. Lurdes, ¿por qué así tan de repente?
Me tiro en la cama. En un instante pasan por mi mente cada uno de nuestros abrazos, los muebles que trajiste, las mentiras a tus padres.  Me producía escalofríos pensar en tus palabras.
-Quizá pueda volver.
¡No! Ya no vuelvas. Exploto en  llanto, porque se fue. No simplemente se fue, sino que se fue tan lejos como podía. Me sentía tan deshojada. Ella me quería, pero a la vez no sabía lo que quería. Un avión a otro país le facilitó alejarse, quizá, aclararse. Pero acá, yo me había quedado en las ruinas.

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